Me crucé con unas pollas. Una se quejaba amargamente de que sólo la quisieran para mear. “Qué vida más aburrida –suspiraba–, siempre lo mismo”. Su prima estaba hasta los pelos de subir, bajar, entrar y salir. Una amiga común ya no aguantaba más los condones. Y a una vecina de ésta la tenían asqueada las hemorroides.
Luego me llegaron voces de prendas íntimas, todas inconformes con su destino. Llamaron mi atención los lamentos de las bragas, que aseguraban sentirse marginadas. Transcribo aquí la arenga de su líder:
“Hermanas. Triste es el destino de las bragas de una ciudad sin bragas. Esta situación no puede continuar. El nuestro es un oficio de siglos. Las hembras de esta ciudad ya recurrían a nuestras madres, abuelas y bisabuelas para taparse el culo (que bien sucio que lo llevaban a veces, por cierto). Y ahora resulta que se ha puesto de moda no llevar bragas. Total, para pasarse el día quitándoselas, argumentan. ¿Y nosotras qué? ¿Cómo alimentaremos a nuestras hijas? ¿Qué valores les inculcaremos? Porque como esto siga así, nos van a salir de lo más perezosas. Sólo van a saber acicalarse y bailar pop, y no habrá forma de que comprendan el valor del esfuerzo. Hermanas, debemos defender nuestro honor, nuestra fe en el futuro y nuestro apego a las raíces. No podemos permitir que nos pisoteen la dignidad. Movilicémonos.”
Claro que, para dignidad pisoteada, la de las cacas de perro. Cómo aullaban a la noche, madre mía, aún hoy no puedo recordarlo sin que se me erice el vello.
Toda la ciudad era un lamento colectivo pero dispar, cada cual tratando de hacer llegar su congoja.
Y yo, forastero venido de la nada, enseguida comprendí que lo mejor que podía hacer era subirme las solapas de la gabardina, calarme bien el sombrero y caminar con la espalda encorvada.
Imagen: Last One Alive - Color, de 0-dcl-0 en deviantART
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