sábado, 20 de agosto de 2011

MINUCIOSO - Rafael Blanco Vázquez


Se despertó hacia las 10 (se había acostado a las 2 en punto).
Se lavó la cara, los dientes, expectoró.
Encendió el ordenador, consultó su correo electrónico, no tenía mensajes.
Se puso una camiseta azul, unos vaqueros azules, unos calcetines grises, unos zapatos beiges.
Cogió las llaves, abrió la puerta, la cerró del otro lado, bajó los 20 escalones que le separaban del portal del edificio, salió del edificio, enfiló a la derecha, anduvo 500 metros, entró en su bar habitual y se pidió el desayuno acostumbrado: café solo, tostada de tomate, zumo de naranja natural (que se tomó de un sorbo para que no se le fueran las vitaminas). Era la camarera de siempre, una morenita sonriente con voz de pito y canalillo que se parecía a la novia de Popeye.
Cuando acabó de desayunar pagó (ya conocía la cuenta), se fue despidiéndose educadamente, enfiló a la izquierda, anduvo 500 metros, entró en su edificio, subió los 20 escalones que le separaban de su rellano, abrió su puerta, la cerró con llave del otro lado (manías heredadas), se quitó los zapatos, los calcetines, los pantalones, la camiseta, y así, en calzoncillos (hacía mucho calor), se puso delante de su portátil (lo había dejado encendido) con la intención de escribir algo (llevaba un tiempo escribiendo minirrelatos que, según le decían algunos que le leían con regularidad, tenían la virtud de dejar libre la imaginación).

No se le ocurría nada. Se fue al sofá. Se tumbó. Se acordó de su primera novia, la de las mamadas subacuáticas (piscina, playa). Luego se acordó de aquella que se sacaba la polla de la boca para eructar (se ve que no tomaba aire correctamente; a él le hacía gracia que su polla pareciera un micrófono). Ambas novias eran tetonas. Una las tenía caídas, la otra separadas. Ambas eran de chocho peludo y culo escaso. Ambas eran bajitas y andaluzas, una era rubia y otra morena. Una se llamaba Susana y la otra también. Hacía tiempo que no las veía. Con una hablaba regularmente (ella lo había dejado), la otra había cortado todo contacto (la había dejado él).
(Era lo mismo con todas sus ex).
Pensó que las mujeres le perdonan todo a un hombre menos que las deje por convicción. Le perdonan que se acueste con otras, que les pegue, que le haga un bombo a la vecina, que las arruine económicamente, pero que las deje porque todo se acaba, eso para las mujeres es imperdonable. Pensó que a las mujeres les gustan los hombres débiles.

Pasaron varias horas. El sofá le daba calor (era de skay). Sudaba la gota gorda (más que peinando leones).
Se levantó, se quitó los calzoncillos, los metió en la cesta de la ropa sucia, se fue al cuarto de baño, hizo un punto de pipí y otro de popó, se limpió el culo, se duchó, se secó, se miró al espejo (últimamente le parecían bonitas las arrugas del rabillo del ojo), se puso la misma ropa de antes (con calzoncillos limpios), salió a almorzar (nunca comía en casa), lo hizo en el primer restaurante que encontró (en la calle paralela a la suya, a idéntica altura), pidió tallarines de la casa con crema de espinacas, agua mineral sin gas, ensalada de frutas, café solo con azúcar (no soportaba el café amargo), y, cuando acabó, pagó lo que indicaba la cuenta y se fue despidiéndose cortésmente del dueño del restaurante y de la camarera, una cuarentona fea y antipática que refunfuñó un vuelva usté cuando quiera, caballero.

De vuelta en casa, de nuevo en calzoncillos, volvió a tumbarse en el sofá. No se le ocurría nada que escribir. Se acordó con emoción de varias películas que le gustaban particularmente y le retrotraían a épocas anteriores, cuando las veía una y otra vez (llevaba dos meses sin ver una sola película ni leer un solo libro, lo único que hacía era escribir). Esas películas eran:

            Calles de fuego, de Walter Hill.
            Forajidos de leyenda, de Walter Hill.
            La huida, de Sam Peckinpah (con guión de Walter Hill).
            Muerte entre las flores, de Joel y Ethan Coen.
            Casino, de Martin Scorsese.
            El club de la lucha, de David Fincher.
            El show de Truman, de Peter Weir.
            Los rompepelotas, de Bertrand Blier.
            Christine, el coche asesino, de John Carpenter.
            Vestida para matar, de Brian De Palma.
            La naranja mecánica, de Stanley Kubrick.
            El porqué de las cosas, de Ventura Pons.
            8 mujeres, de François Ozon.
            Las horas, de Stephen Daldry.

Luego se acordó de la época en que no paraba de escuchar a Pink Floyd, a Tom Waits. Entonces decidió poner música y cantar y bailar como cada intérprete. Adrienne Pauly sacaba a relucir su lado femenino con J’veux un mec (“Quiero un tío”), Arthur H hacía de él un cantante de baladas con Anabelle (durante 3’33’’ el amor era posible), con La Cabra Mecánica hablaba por la nariz.
Se quitó la sed bebiéndose un litro de agua mineral.
Intentó leer un poco pero no lo consiguió. No podía concentrarse. Quería escribir. ¿Por qué no se le ocurría nada? ¿Ya nunca más se le ocurriría nada? ¿Era sólo pasajero? ¿Cuánto tiempo le quedaba de vida? ¿Se follaría a esa cuarentona que tanto le gustaba? ¿Cómo era posible que le gustase una cuarentona, si seis meses antes no las soportaba mayores de 25? ¿Qué le estaba ocurriendo con 37 años? ¿Eran los 37 para él una edad bisagra?
Se quedó dormido. Se despertó a la hora de la cena. Como había vuelto a sudar que era un escándalo, volvió a ducharse y a cambiarse de calzoncillos (con la edad su sudor y su nabo adquirían olores nuevos, más fuertes). Salió a cenar cumpliendo con el ritual citado (cierre de la puerta con llave). Cenó por el barrio, en un restaurante muy concurrido que estaba junto a un pub donde siempre había conciertos (de funk, de reggae, de rock). Cenó pues (salmón ahumado, flan con nata, café con azúcar), pidió la cuenta, pagó, se fue despidiéndose civilizadamente del camarero, se acercó al pub, entró, se pidió un whisky (Johnnie Walker etiqueta roja), asistió a un concierto de funk nacional, intercambió un par de frases con una francesa rubia muy mona pero algo joven y se volvió para su casa (que estaba a 770 metros).

Tras desnudarse, consultó su correo electrónico (un par de spams), apagó el ordenador (le gustaba la foto del fondo de pantalla, se encontraba atractivo), se lavó los dientes (qué amarillos que iban quedando), se metió en la cama (sin taparse) y se durmió al instante.


Imagen: lines hold the memories, de agnes-cecile en deviantART

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