Yo estaba en aquel bar al que iba siempre y me daba cuenta de que lo que me apetecía no era estar en el bar sino con ella, a la que había conocido en el bar una noche en que fue con una amiga suya que era cliente habitual y que la había llevado aquella noche porque sospechaba que ella y yo nos gustaríamos, como así fue.
Nos gustamos mucho y follamos un montón de veces pero ella tenía su apartamento y yo el mío y aún conservábamos nuestra libertad y muchas veces ella quería estar conmigo pero yo prefería estar en el bar porque no quería perder mi libertad, una libertad que de todas maneras estaba perdiendo porque yo ya no quería estar en el bar sino con ella, que estaba en su apartamento echándome de menos y me escribía encendidos mensajes por el móvil a los que yo respondía con una pasión propia de mi edad mientras me tomaba varios whiskies con el dueño del bar que me contaba cosas de dueño de bar que ya estaban empezando a cansarme un poco.
Era un gran bar, la verdad. Yo había aprendido en mis 38 años de vida que en casi ningún sitio se alegran de verte pasado cierto tiempo. Basta con que vayas tres veces a un restaurante para que el dueño del restaurante se relaje y los camareros se piensen que ya no tienen que tratarte de modo especial porque de todas maneras vas a seguir yendo a su puto restaurante al que un día agarras y no vas más.
En aquel bar no. En aquel bar siempre te recibían con alegría y te invitaban a tragos y te sonreían todo el tiempo y te trataban como a un señor. El dueño del bar era extranjero como yo y ambos nos dábamos calor en aquella ciudad hostil, contándonos cosas de extranjeros, sobre todo él que la verdad es que hablaba sin parar, no sé si porque era dueño de bar o porque ya tenía cincuenta tacos mientras que yo sólo tenía 38 y sólo hablaba mucho con gente de menos de treinta, que seguramente pensaba que hay que ver lo que habla este tío.
En realidad eran dos los dueños del bar, ambos del mismo país. El otro era más taciturno pero también me recibía siempre con una gran sonrisa y hablábamos de fútbol y me descubría anises italianos y comentábamos muchas cosas sin llegar al fondo de nada porque tampoco es cuestión de ponerse a profundizar en un bar, aunque a mí siempre me ha gustado profundizar y quizá por eso ya no me sentía tan bien en el bar, si bien también me he cansado de gente con la que me pasaba el tiempo profundizando, qué sé yo, será simplemente que tarde o temprano me termino cansando de todo. ¿A quién no le cansan las profundidades?
Recuerdo una vez que llegué al bar, rebosante de clientes habituales, y en cuanto el dueño parlanchín me vio gritó “aquí viene nuestro presidente” y todos aplaudieron y me colmaron de besos y abrazos y yo me sentí de lo más bien en aquella ciudad donde sentía que nadie me quería, cosa que era cierta fuera de aquel bar donde sentía que todos me querían.
Pero ahora todo había cambiado. Ahora estaba ella. Yo quería estar con ella, que quería estar conmigo, lo cual a los dos nos infundía un miedo morrocotudo, y ahí estaba yo escuchando historias que ya apenas me interesaban en vez de estar bebiéndome el jugo del coño suyo, tan rico, tan cálido, tan acogedor. Pero cuesta un tiempo darse cuenta de que lo que vienes haciendo desde tiempo atrás ha dejado de ser lo que te apetece, y cuando quieres darte cuenta te ves haciendo cosas que han dejado de apetecerte, hasta que te decides y te lanzas y ya está.
¿Por qué tenía yo que estar escuchando al militar retirado o al señor de pueblo o al médico que llevaba cuatro años sin meterla desde que se había divorciado de su mujer con la que ya no quería volver pero con la que sentía que tenía que volver por el bien de su hija común y porque en realidad él ya estaba grande para buscarse una mujer nueva a la que a lo mejor querría más pero con la que no podría compartir el amor de su hija porque ese amor sólo lo podía compartir con su ex mujer a la que ya no quería pero con la que sentía que?
Me fui con ella.
Nos mudamos a un apartamento juntos y ahora me tomaba los whiskies con ella que no tomaba pero me miraba y me decía “cómo te metes eso tan fuerte” y luego ella se acostaba y yo seguía tomando whisky y escribía cuentos cuando los escribía, porque a veces no escribía nada y me sentía un despojo, y en cualquier caso después me metía en la cama con ella y la besaba toda y ella siempre se despertaba y me tocaba el miembro y se lo metía dentro aunque le quedasen pocas horas antes de ir a trabajar porque ella lo que quería era tenerme dentro y no dormir no sé cuántas horas para llegar al trabajo fresca o qué sé yo, porque como ella me decía la única manera de llegar fresca al trabajo era haberme tenido dentro durante la noche, que por algo estaba loca por mí, cosa que yo agarraba y me creía, y entonces yo le decía que también la quería un montón y follábamos brutalmente y a veces hasta llorábamos y después nos enjugábamos las lágrimas y los flujos.
Yo ya no escuchaba pero siempre tenía presente esa canción que tanto había escuchado y que decía “es la falta de amor la que llena los bares / son tus labios para mí un plato de calamares” y pensaba que todo estaba bien hasta que todo dejase de estar bien y yo volviese al bar, que ya no sería el bar anterior sino algún otro bar de alguna otra ciudad y quizá de algún otro país adonde yo iría en busca de un nuevo bar y de una nueva novia que me recordase a la anterior y me ayudase a olvidarla como ella me había ayudado a olvidar tantas cosas, hasta que un día, cansado de tanto olvido y recordando tan sólo mi tierna infancia, me decidiese a morirme para siempre, salvo que me muriese un día así sin más.
Imagen: the bar, de Boo-the-hamster en deviantART
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