Svn devoraba novelas de no menos de quinientas páginas, Dg no había empezado un libro en su vida, Fnd se limitaba a hojear ensayos de cine, a Ljd sólo le interesaba la ficción breve y de Crln, que se leía los manuales de la universidad de tres en tres, nunca se supo que acabase ninguno. Mrn tenía una tienda.
Eran un grupo singular de lo más común.
Con su mandíbula prominente y su timidez, Vlr salía con Jq, un bromista parlanchín de ojos saltones. Se llevaban bastante bien, salvo cuando a él le daba por gritarle y a ella por castigarlo con su silencio. El momento del día preferido por ambos era la cena: ella cocinaba rico, bebían vino y coronaban la situación fumando cigarrillos y sorbiendo café. Él fregaba los platos con aplicación y con aplicación al rato copulaban.
Mientras no dejasen de serlo, la rutina y la aplicación eran fuente de placer.
Cuando Drp, bajito como un duende y apuesto como un dios, lo dejó con Ltn, la más fea de todas, todo sucedió con esa ligereza de la que era incapaz Gtn, el obsesivo de ojos pequeños que nunca superó el extravío de Cht, la cejijunta. Sbs era gordo, Jlp era frágil, Grg era tonta y Fdr la tenía más grande que nadie.
Eran un aburrido grupo de lo más variopinto.
Un día apareció Jenaro. Venía de otro país. Nunca dejaría de ser el extranjero, pero no tardó mucho en dejar de ser el extraño.
Luego estaban los hermanos, los hijos, los amigos olvidados de la infancia, los resucitados, los casos perdidos, los recuerdos, los anhelos, y todos los libros (sentenciaba Jvr), y las películas (machacaba Svld), y las canciones (tarareaba Zhr), el arte en definitiva (concluía Ñk), ese invento del hombre para el hombre.
¿Cómo era posible aburrirse sin aristas, deprimirse sin paliativos, abandonar sin atenuantes?
Ninguno de ellos podía entenderlo.
Imagen: tourniquet, de anatheme en deviantART
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