martes, 20 de septiembre de 2011

LA MADUREZ - Rafael Blanco Vázquez



La psicoanalista de provincias iba una vez al mes a ver a su hija a la capital. Durante dos días disfrutaba de su nieto e iba a museos, al teatro y a ver cine subtitulado. A la vuelta, comentaba con sus amigas que “los cuadros eran maravillosos y la película de una gran belleza, eso sí demasiado dura ya que exploraba todos los vericuetos del alma humana”. Concluía que el niño estaba cada vez más lindo y tenía esa curiosidad infantil tan especial.

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La estudiante de letras de la capital estaba en una cena con amigos. Se mostraba inflexible: “No soporto compartir mi tenedor”. Su novio le dijo: “¿Ni conmigo, con quien compartes toda clase de fluidos?”. Ella replicó sin vacilar: “No tiene nada que ver. Lo del tenedor es una guarrada”.
Cuando la estudiante fue al baño, el novio, con un guiño, intercambió los tenedores ante la mirada reprobatoria de los demás: “La pobre”, le recriminaban.
Ella volvió, comió y felicitó al cocinero. El novio le dijo: “Ése era mi tenedor”. Y ella, imperturbable: “No me importa porque no lo sabía”. Y siguió comiendo.

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El cómico, vegetariano implacable, budista intransigente, militante de mil causas, cifraba así su profesión: “La comicidad consiste en reírse de todo. El ser humano está lleno de manías a cuál más risible”.

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Al escritor inédito lo leían un par de amigos y algunos parientes. Había llegado un momento en que podía escribir cualquier cosa. A sus lectores les gustaba y al mundo le daba igual. Todo estaba bañado por la inutilidad de la inexistencia.

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Del escritor consagrado se había dicho todo, ya no tenía que demostrar nada. Había llegado un momento en que podía escribir cualquier cosa. Después de muerto, le publicarían hasta lo que hubiese mantenido alejado de la luz. Todo estaba bañado por la inexistencia de la existencia.

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La politóloga trabajaba de contable pero no le importaba, porque ella era madre ante todo. A su marido, sociólogo, no le molestaba ganarse la vida como representante comercial, porque lo único que realmente contaba era su hijo.

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El niño jugaba con el gato y la niña jugaba con el perro. A veces el gato arañaba al niño y el perro era mordido por la niña. La madre curaba las heridas y procuraba alimento. Cuando todos dormían, extrañaba al marido piloto.

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El dueño del hotel y su mujer contemplaban melancólicos el desfile de viajeros.
Los viajeros contemplaban al matrimonio y soñaban con esa paz bucólica y sin sobresaltos.

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El fotógrafo apresaba el momento y el músico le ponía melodía. El cineasta le añadía movimiento y el crítico los criticaba a los tres. El actor, cuando no actuaba, no podía dejar de hablar pues le habían quitado las palabras.

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El cazador se adentró en el bosque y el taxista se aventuró en la noche, por la que andaba extraviado el bebedor.

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Miguelito se exaltaba ante Mafalda. De mayor, lo que él quería era vivir.

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Cuando está por hacerse un hombre, allá por los diecisiete, Dennis Guilder comprende que ser niño consiste en aprender a vivir y ser adulto en aprender a morir.


Imagen: Reawakening of My Sad, de EddieTheYeti en deviantART

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